Haría por lo menos seis horas que había anochecido y los
últimos trenes dormían en las cocheras, en las respectivas cocheras, pero no
todos porque alguno quedaba en la vía general, eso sí, con el freno debidamente
asegurado. Siempre se hizo así para no perder tiempo al reanudar el servicio a
primera hora de la mañana y por si surgía algún inconveniente en las agujas.
Los caminantes de la noche, que habían partido con sus
linternas de Fresneo, de Llanos, de La Romía, de Naveo, de la Muela, de
Güelles, de Parana, se iban acercando, con sus mochilas de peso y tamaños
dispares a la espalda, a la estación de Puente de los Fierros, que lucía –es un
decir- exiguos puntos de luz.
El tren de la vía general subió el pantógrafo, se oyó un
chasquido y el cielo se iluminó de unas ráfagas azulinas y metalizadas. No
tardaron el abrirse las puertas, y los caminantes –quizá peregrinos- se fueron
acomodando en los asientos, embozados en sus prendas de abrigo porque la
calefacción tardaba en surtir efecto.
En sus mochilas cargaban con distintas piezas y adornos
–cada uno a su leal saber y entender porque nadie había distribuido el trabajo -
para armar un belén en un punto que no les habían revelado.
Contra las últimas costumbres, y a riesgo de despertar a
alguno de los pocos pobladores –tan habituados en otros tiempos a los ruidos
ferroviarios- el tren pitó y después de un tiempo prudencial, por si algún
despistado permanecía en los andenes,
inició la marcha hacia La Frecha, donde subieron los de Malveo,
Casorvía, Renueva, Eros, Erías, Bendueños, de similar guisa que los que
partieron de Fierros.
El tren siguió avanzando y en todas las paradas se repetía
el mismo ceremonial.
Hablábamos antes de las respectivas cocheras porque en la
estación de Laviana se estaba viviendo una experiencia paralela, solo que aquí
los caminantes venían de Soto de Agues, de Villoria, de Llorío, pero el
atuendo, similar. Al paso por Barredos,
Blimea, La Felguera,… el tren se fue llenando, claro que era algo más pequeño.
La luna llena permitía distinguir su chapeado azul y amarillo.
Tampoco los que subieron más tarde en Tuilla o en Carbayín conocían
el destino final del tren porque en el Berrón podía pasar cualquier cosa. La
misma duda asaltó a los del tren grande ¿En Villabona tirarían para la
izquierda o para la derecha? Quizá ni los maquinistas lo sabían porque también esos
protagonistas ignoraban su destino.
Pasajeros de uno y otro tren preguntaban a los compañeros de
viaje qué llevaban en sus mochilas. Los del tren grande, unos dijeron que
pastores, otros que más pastores de todas las razas y tamaños, y también
pastorcillas, y las correspondientes ovejas y corderos y cabritinos. Hubo quien
colaboró con un portal, vacío –precisó- pero con ángel y un arbolín al que
encaramarse. Tampoco faltó un pozo y abundante papel de plata para el río.
Estaban comenzando a manifestar su preocupación por alguna falta esencial
cuando alguien abrió su saco y mostró los tres reyes. ¡Uf, un alivio! ¡A ver si con tanta improvisación faltaban los
magos!
Pasando Oviedo, la calefacción comenzó a tirar en
condiciones y el sopor se adueñó de los viajeros antes de llegar a Villabona.
Solo el maquinista permanecía despierto y atento, y solo él pudo ver hacia
donde estaba hecha la aguja.
La escena se repetía en el tren pequeño. Al pasar por
Valdesoto y Bendición los misteriosos viajeros mostraban sus piezas. Hubo quien
aportó una ganadería completa –incluidos una mula y un buey- o una piara o el
imprescindible musgo (eso lo puso uno de Villoria). No todos enseñaron sus cartas,
o sea sus piezas, así que los noctámbulos no mostraron su preocupación porque
estaban seguros de que en otras mochilas habría más variedad. Con esa
tranquilidad, antes de llegar a El Berrón se durmieron todos –menos el maquinista,
claro- mientras el tren seguía su camino.
Cuando despertaron los viajeros de los dos trenes, ya
tendría que ser de día a juzgar por la hora. Los trenes habían llegado a la
estación de destino, se apagaron las luces y
quedaron en paralelo separados por un andén común. Los viajeros fueron
despertando con los avisos de la megafonía:
-
Señores
pasajeros, han llegado a su destino, vayan colocando el Belén, pero rápido, que
está llegando la Navidad.
Era un túnel desconocido para todos y ni rastro quedaba de los
maquinistas para preguntarles qué estación era aquella.
Las brigadas provenientes de las cuencas del Nalón y del
Caudal fueron derramando las figuras en lugares próximos pero sin mezclarse y
todos se miraban de reojo.
Los del Nalón ya lo habían sacado todo: el montón de
pastores, la abundante ganadería, el portal –que seguía vacío-, los Tres Reyes,
pero los nervios empezaron a dispararse y alguna palabra alta se oyó –y más alta sería si no fuera
Navidad- porque no había rastro de los protagonistas del portal.
También los del Caudal habían vaciado sus mochilas y echaban
en falta los Reyes, pero fisgaron en el otro nacimiento y los del tren azul y
amarillo sí se habían acordado. Unos y otros pensaron en realizar algún trueque
si había piezas duplicadas, pero no se decidían a tomar la iniciativa.. La
empresa estaba a punto de fracasar porque nadie se había acordado de San José,
de la Virgen y del Niño, pero faltaba una mochila por abrir, de uno de Parana.
-
¿Quién
diba traelos si nun ye unu de Parana, que pa eso tuvimos un Obispo?
Era absurdo mantener dos belenes incompletos y no fue
difícil armar un único belén con las piezas descargadas de uno y otro tren, el
de vía ancha y el de vía estrecha.
Se respiraba mucha humedad en el túnel. El Niño tendría frío
si fuera de carne y hueso, de ahí que un alma caritativa dejara caer algo a
través del tubo vertical de ventilación: una bufanda rojiblanca del Sporting de
Gijón. Sin saberlo acaban de inaugurar el ansiado Metrotrén.
Lo que faltó al nacimiento fue el caganer porque todos habían
escapado para Bélgica.
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Oviedo, 20 de diciembre de 2017
Luis Simón Albalá Álvarez